Señor Universo, henos aquí

Creo que sobre el año pasado, todos tenemos algo que decir. Todos intentamos describirlo de alguna forma. Intentamos poner en palabras algo que ya ni recordamos.

Es borroso. Es brumoso.

No voy ni a intentarlo.

Sin embargo, hay tres cosas — o tres nociones — más o menos claras que sí puedo poner en palabras, como en la vida de antes. Esa en la que a TODO le encontraba descripción, metáfora y punto de comparación.

Ahora algunas cosas solo son.

Hay un cuerpo en mi habitación, ¿o soy yo el cuerpo…?

Sonará un poco tonto cuando termine de salir de mis dedos — que son una parte del cuerpo bastante importante — pero no sabía que tenía uno.

Tampoco digo que me deslizaba por el mundo, incorpórea y etérea, pero mi cuerpo era uno y yo era otra. Vivíamos juntos, nos veíamos todos los días y a veces cruzábamos una palabra o dos.

Pero el año pasado, sí que cruzamos palabras. Cuando pasas demasiado tiempo contigo mismo y empiezas a vestir y existir solo para ti, te das cuenta de que existes.

Con este «existes», me refiero a que notas lo material, corpóreo y físico que eres. No eres solo esa vocecita en tu cabeza con la que piensas, a la que asumo que también estarás acostumbrado ya.

Eres manos que escriben, pies que caminan descalzos sobre el pegajoso piso de la cocina y un estómago que se expande y se contrae, dependiendo del menú del día. Eres cabello que roza tu cuello y a veces te da calor. Algunas veces, eres codos que duelen después de muchas horas frente al computador. Pero aquí lo importante es que eres.

Me di cuenta de que soy un cuerpo, de que ocupo un lugar en cada momento y de que existo en un espacio. Me di cuenta de que tengo derecho a ocupar espacio.

Después de 9 meses mirándome de reojo en los espejos de la casa, al fin me reconozco como más que una vocecita curiosa en mi mente que no para de hablar. Reconozco mi forma, mi altura y la forma en la que cada parte se mueve.

No podría decir que me reconcilié con mi imagen, porque para hacerlo debería haber tenido una. Creo que la reconocí, la entendí y le dije: «¡Hola! Bienvenida al viaje«.

¿Sí me caben esas 12 uvas en el estómago?

Al menos durante los últimos 10 años — que es más o menos el tiempo que llevo escribiendo — me emocioné o al menos sentí alguna cosa el 31 de diciembre.

El día transcurría de forma diferente y cuando se acercaba la media noche, empezaba una lista mental de propósitos, de sueños y de metas. A veces era mejorar mi estado físico, otras darle un empujoncito a todos esos proyectos pausados y más veces de las que me gustaría admitir, encontrar paz mental.

O lo que sea que yo definiera como paz mental, que la verdad podría seguir pidiendo por muchos, muchos años más.

Esta vez fue diferente. No fue solo por el transcurso del día, ni por el ritmo desconocido y con frecuencia impredecible que ahora tiene la vida.

Fue diferente, después de la montaña rusa más larga de todas. Esta vez no encontré propósito, no recordé ningún sueño y no dibujé con marcadores de colores ninguna meta.

No lo digo en un sentido negativo, aunque pueda sonar así. Lo digo como cuando llegas a un lugar por sorpresa y no tienes de otra. Tienes que recorrerlo, tienes que explorar y conocer. Y lo que será, será.

Después de ver la transformación de la vida como la conocemos, ¿tiene sentido ponernos metas? ¿Propósitos? ¿Tiene sentido exigirnos tanto todos los días?

Pues no, no para mí. Es raro, pero es liberador. Es bonito ver el futuro despejado, sin metas locas a las que llegar y sin deadlines o exigencias te hagan sentir derrotado al siguiente diciembre.

Creo que la mayoría — si no fuimos todos — aprendimos a dejar a la vida ser. A esperar lo inesperado, a aprender y reaprender, y a vernos como una parte pequeñita de algo mucho más grade.

Tal vez sí me cabían 12 uvas en el estómago el último día del año, pero solo por razones gastronómicas.

¿Deseos? Thank U, Next.

Y sin embargo, no podemos dejar de lado esa terrorífica hoja en blanco que es el futuro

Cuando estaba en quinto semestre en la universidad, tomé una clase en la que uno de los textos más relevantes se llamaba «White space is not your enemy».

El espacio en blanco no es tu enemigo.

Hablaba de cómo en la diagramación — es decir en piezas gráficas — era importante el uso de los espacios en blanco. El espacio en blanco, antes que ser un vacío generador de ansiedad, es un respiro.

Es un descanso visual para el lector que ojea la página ávidamente y necesita una pausa antes de saltar a la siguiente.

También hay páginas en blanco al inicio de los buenos libros. Por buenos libros, me refiero a esos libros bien encuadernados que tienen primera y segunda de título — como aprendí en la clase de diseño editorial.

Entonces el espacio en blanco y las páginas en blanco no son terroríficas, ¿verdad? No deberían serlo.

Creo que cuando decimos que estamos en blanco o cuando tenemos una hoja en blanco frente a nosotros, nos sentimos presionados a llenarla. A llenar el silencio, a rayar el vacío o a simplemente deshacernos del blanco.

¿Por qué nos da tanto miedo cuando es nuestro amigo? El espacio en blanco no es tu enemigo.

Vivo estos días en blanco. Sin ideas porque estoy descansando de ellas. Dándome un respiro. Dando una pausa al lector que en este caso serías tú, Señor Universo.

Pero mantente atento, ¿sí? Que en cualquier momento me lleno de letreros.

Te advierto también que tal vez no suceda, dejándonos en un mágico silencio. Es un silencio como el de los libros de Cecelia Ahern.

En Love, Rosie Cecelia habla de EL Silencio. Es un silencio especial que solo llegas a sentir pocas veces en la vida. Para empezar lo tienes que sentir con alguien más, y en ese momento, sentirán que no existe nadie más en el mundo. Sentirás que todo se detiene y que es un silencio infinito, aún cuando dure menos de un segundo.

Cuando llegue lo sabrás. Mientras tanto, vive este momento y deja el futuro en blanco. Como una hoja en blanco o un bosque silencioso. Como una bitácora nueva y brillante que llega a tus manos y quieres admirar un poquito más.


Comentario de Cam: Desde hace mucho tiempo siempre que escribo para mí, escribo para un tal Señor Universo. No estoy muy segura de dónde salió el personaje o la idea, pero es la cosa más parecida a una deidad que podría tener en mi vida.

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