Cuenta la ciudad: Siempre esperando.

Soy la clase de persona que casi siempre está esperando a alguien.
No sé si llego muy temprano, recuerdo mal las horas acordadas o es simplemente mala suerte, pero sí, soy esa persona que ven a la entrada de los centros comerciales fingiendo estar viendo algo, cuando de verdad está pensando “¿Qué hago? ¿Será que si viene? ¿Y si entendí mal el lugar?”. Soy la persona a la que los vigilantes de porterías y edificios preguntan si está perdida, si está buscando un lugar o en qué le puede ayudar, y también soy una persona que hace favores. Escuchar “Ay, niña, ¿me cuida el puesto en la fila?” se siente como un extraño tipo de música de fondo.
Ese día estaba esperando a que él saliera de una reunión de media hora. Aunque la idea inicial era que yo entrara también, al llegar a la escalera que llevaba al segundo piso en el que estaban todas las oficinas, un perro más o menos grande iba bajando y, como me dan miedo los perros, preferí esperar en la entrada.
No era una entrada agradable, no tanto por el lugar en el que estaba ubicada sino por el estado del primer piso del edificio: Cemento, polvo y herramientas. La remodelación de la cervecería que alguna vez había ubicado ese espacio estaba en proceso y los obreros no dejaban de martillar sobre la acera, cortar varillas con una pulidora enorme y mezclar cemento. Sentada sobre el borde del andén, el único lugar que permanecía en pie, me refugiaba como podía de las nubes de polvo (además de todo soy alérgica al polvo) mientras jugaba con mi teléfono, ya casi sin batería.
En la espera llegó un señor, creo que también para algo relacionado con las obras en proceso, en una motocicleta eléctrica. La acomodó a mi lado, bajó el soporte que hacía que se mantuviera en pie, y sacó de su morral una extensión naranja, que conectó a otra más larga que ya estaba en el lugar de la obra para recargar la batería del vehículo. Le ayudé a conectar el extremo de una de las extensiones (yo estaba recostada sobre la toma), y después me preguntó cuánto tiempo iba a estar ahí.
– Un buen rato, la verdad – respondí. ¿Qué más iba a decir? No tenía ni idea.
– Bueno, gracias, ¿me le echa un ojito a la moto?
– Sí, sí. Claro.
Y de hecho sí, la media hora se convirtió en 45 minutos. Cada diez minutos el señor regresaba, me recordaba que ya casi se iba a ir, y regresaba al interior de la obra. Mientras tanto yo seguía observando la motocicleta, jugando con el teléfono, mirando al cielo, pensando “¿Por qué estoy aquí…?”, y esperando. Estaba tan distraída que no noté en qué momento regresó el dueño de la motocicleta, desconectó los cables que había traído y me ofreció una botella de gaseosa, de las más pequeñas.
– ¿Cuál quiere? Escoja una – dijo con una sonrisa, escondido detrás de las botellas.
Señalé la botella de la derecha, de gaseosa de toronja, me la entregó y se fue en su motocicleta eléctrica.

Seguí sentada en el andén hasta que la nube de polvo de construcción se hizo insoportable y empecé a caminar por la cuadra. Ojalá todos los desconocidos que me ven sentada con cara de perdida fueran tan amables, ¿cuántas cosas me habrían regalado ya? Incontables.
Sí, aquí también esperé.

 

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