Correr: Inhala, exhala, hiperventila y sigue corriendo

De todas las formas en las que es posible dividir el mundo, una de las más relevantes es en lo que puedes hacer y en lo que no: Puedo escribir, dibujar, colorear, hacer crêpes y sándwiches de queso, y creí que no podía correr.
Esto se sentía como una realidad absoluta: 200 metros después de empezar me dolían los hombros, a los tres minutos me fallaba la respiración y veinte después estaba tan cansada que necesitaba una hora entera para entender de nuevo el funcionamiento de mis pulmones. Inhala, exhala, inhala, exhala.
De la respiración, los problemas llegaron a mi corazón en forma de soplo cardíaco lo suficientemente molesto para ser detectado, pero no tan fuerte como para merecer una excusa médica que me ahorrara el sufrimiento una vez a la semana cuando el profesor de educación física me hacía correr. Así pasó la primera parte de mi vida.

Mis pesadillas a los 12 eran así.
Aun así me encantaba caminar.

Salir temprano, empacar snacks para el camino y empezar la aventura en cualquier dirección. Me hacía sentir libre, feliz y consciente de lo que me rodeaba, de todos esos detalles que de seguro serían pasados por alto si mi cuerpo estuviera empacado al interior de un carro o un bus y no ahí, en el exterior, recorriendo los andenes y callejones.
Caminar me llevó a conocer de cerca ciudades desconocidas, como Nueva York, Santiago y Miami. Me acercó a sus personalidades y espíritus particulares, llegando a entenderlas un poco, tanto como se puede entender al alma perezosa y gigante de una ciudad antigua. También me ha llevado a entender Bogotá, una ciudad que erróneamente creí conocer por vivir veinte años en ella. No conoces hasta que caminas.

Caminando Santiago de Chile conocí este mural bonito, por ejemplo.

Además de las ciudades, también me presentó a las montañas, los árboles y las quebradas. A los insectos pequeños que caminan sobre rieles invisibles y de alguna forma siempre parecen querer llegar hasta mi nariz, moviendo una patita pequeña tras otra.
Pensaba (equivocadamente) que correr le quitaría el nivel de detalle a las cosas, entrando en conflicto con el proceso de observación delicada que empezaba con cada recorrido. No me interesaba sentir ese agotamiento horrible, ganas de fundirme con el concreto de las calles ni odio hacia todo (TODO).

Entonces… ¿cómo empecé a hacerlo?

La idea loca, un poco suicida desde algunos puntos de vista, llegó de mi mamá y el círculo de corredores con el que empezó a pasar cada vez más tiempo, los entrenamientos de los que la veía llegar intrigada y… bueno, los colores divertidos de los outfits de carrera (sí, sigo siendo yo). El otro culpable del impulso inicial fue un evento al que la acompañé. Conocí historias diferentes de corredores que lo único que tenían en común era el desenlace (corren, duh). Algunos lo hacían para sentirse físicamente mejor, otros para retar al universo, y algunos más para sentirse mejor, más enfocados, más tranquilos o más humanos.
Y en ese momento, esa idea tonta se encendió en mi cerebro: Si todos podían correr, ¿por qué yo no? ¿Qué me hacía diferente? La única forma de averiguarlo era intentarlo.
Los primeros entrenamientos fueron un completo desastre. Me sentía asfixiada, era un enredo de brazos y piernas descoordinadas y respiración entrecortada. Aunque sentía una mejora pequeña (gracias, yoga) a comparación de lo mal que me sentía al correr cuando estaba en el colegio seguía sintiéndose como algo antinatural. En algún momento empezó a sentirse como algo normal, casi como caminar.
Aunque son parecidos en principio, no se sienten del todo igual. Cuando caminas observas, pero cuando corres sientes. El viento es una cosa fría que te golpea la cara, el sol es tu peor enemigo y los carros son como rinocerontes, elefantes o hipopótamos salvajes que sortear en el camino. Mentalmente hablando llega a ser tan confuso como… ¿educativo? Mientras que tu cuerpo hace todo el esfuerzo, todo el movimiento difícil, tu cerebro te impulsa a seguir. Te dice cosas divertidas, inventa historias de las personas que ves al pasar y te hace compañía.
Mientras tanto, tu cuerpo se convierte en una máquina que intenta dar lo mejor. Cada célula es un trabajador en miniatura que mantiene las cosas en calma, habla delicadamente con tus músculos para que resistan un poco más y le da soplos de aire extra a los pulmones para que las cosas sigan funcionando. No es una máquina perfecta, pero te recuerda que estás vivo por ella y que siempre estará ahí para ti, lo quieras o no.

Esa máquina blandita y poco entrenada se rompe y reconstruye para que el paso siguiente sea más largo, más rápido y más fuerte.
Y sí, me sentía así cada vez que lo hacía.

El presente

Desde que empecé he corrido tres carreras, cada una de 10 kilómetros y todas a una velocidad terrible. La primera la terminé con una lesión en la planta del pie, la segunda hizo que me fuera a la cama temprano en mi último cumpleaños y la tercera me hizo sentir tan cansada al día siguiente que pasé toda una tarde congelada en un sofá, preguntándome la orden correcta para enviar a mis piernas para que me levantaran.
No tengo esperanzas de ganar una carrera (tendría que convertirme en un superhumano que corre a 15 kilómetros por hora) pero sí de ser cada día un poquito menos lenta, resistir mejor los rayos del sol o aprender a esquivar los desniveles en el suelo sin perder el equilibrio, ¡y ahí voy! Pasé de ser una cosa sedentaria que pasaba todo el tiempo disponible observando alguna pantalla, a ser la clase de persona que sale a correr un lunes en la mañana en el supermercado y espera emocionadamente llegar para escoger guayabas y mandarinas que cargar de regreso a casa.
Perdí el miedo a quedarme sin aire, a hiperventilar, a sudar y a estar sola viendo puntitos de colores del agotamiento. Correr me dio una libertad desconocida que no sabía que quería y también la seguridad y confianza en mi propio cuerpo que hasta ahora no había encontrado, ni siquiera en las complicadas posturas de yoga que tanto conocía.

Mis piernas ya no son solo piernas, son esas cosas que me han llevado con ellas treinta kilómetros.

Mis pulmones ya no son bolsitas rosadas que se quedan sin aire, son guerreros valientes que se esfuerzan tanto como pueden en la guerra contra hiperventilar.

Mi cabeza ya no es una esferita con cabello morado, es la sala de control blindada que cada día es un poco mejor en contra de los elementos.

Correr no es el mejor de los deportes, puede convertirse en algo peligroso (los corredores de verdad viven llenos de heridas) y tampoco es fácil, pero por algún motivo entró en mi vida y testarudamente se niega a salir. Está para siempre instalado en mi cerebro, sin importar si hay guayabas, mangos o aguacates que escoger en el supermercado al final de cada carrera.

Sobre una foto de Salento (¡post por venir!) un dibujo brillante brillante.

¡Esta es la historia número 25! No tiene tantos gifs como otras, pero tiene más corazón (un poquito).

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